literatura

Historias de vino: de «mojón» a catador

La palabra mojón tiene varias acepciones en nuestra lengua. Entre las más conocidas encontramos la que se refiere a un poste de piedra para marcar el límite de un territorio o de una propiedad, o para indicar las distancias o la dirección en un camino. Otras veces, en determinados lugares, se refieren a un mojón para hablar de un pieza cilíndrica, generalmente de madera, que se usa en cierto juego poniéndola vertical en el suelo y colocando sobre ella monedas apostadas por los jugadores, que deben conseguir derribarla tirando un tejo contra ella para llevarse las monedas de la apuesta. Y, como no, también es un mojón o zurullo, la porción compacta de excremento humano que se expele de una vez.

Sin embargo, hay una cuarta acepción, menos o nada conocida, del término mojón y es aquella que hace referencia a la persona que se dedica a probar o catar vinos para informar de su calidad y de sus propiedades, quizá procedente del occitano moisson o ‘borrachín’.

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En nuestra literatura, probablemente sea Don Miguel de Cervantes el principal referente en el uso del término mojón, haciendo constante referencia a quien manifiesta la cotidianeidad, digamos, la familiaridad con el líquido elemento que hace felices a los hombres. En las obras del siglo de oro encontramos un mojón de excepción que es inexcusable nombrar: Sancho Panza.

De hecho, fue Cervantes lo que en sus tiempos se llamaba un “mojón”, y hoy diríamos un degustador fino, un catador o una buena “nariz”. Distinguía por el olor y el paladar, al igual que Celestina, las diferencias de gusto que dan a sus vinos las diversas tierras y vidueños de España, y hasta presumía de ello. Amaba el vino y, como a Sancho, le resultaba duro verse obligado a pasarse sin él:

En el “Quijote”, Sancho Panza figura como empedernido bebedor y buen conocedor del vino que bebe. Desde luego, de aventajado catavinos él presume. No sorprende por ello que Tomé Cecial, el escudero del Caballero del Bosque, le llame «¡Bravo mojón!», cuando, tras largo trago, Sancho descubre ser de Ciudad Real y añejo el vino que, poco antes, le había ofrecido aquel en su bota. A lo que el manchego le responde que «no hay de qué maravillarse», pues el «instinto tan grande y tan natural» que tiene «en esto de conocer vinos» ha heredado.«Tuve en mi linaje por parte de mi padre -dice- los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció la Mancha «.

Los siglos XVI y XVII señalan la culminación de la cultura nacional en todos los aspectos.  Nuestra literatura alcanza cimas de perfección insuperables en todos los géneros. Es la época de Garcilaso (1501 – 1536); de Santa Teresa de Jesús (1515-1582); de fray Luis de León (1527- 1591); de Cervantes; de Góngora (1561-1627); de Lope de Vega (1562- 1635); de Quevedo; de Calderón de la Barca (1600-1681); y de Baltasar Gracián (1601- 1658) 

Entonces se acopia y formula la experiencia acumulada sobre el vino; se valora su calidad, según su producción por las distintas tierras de España; y adquiere reconocimiento el catador o mojón en la medida que lo va perdiendo el tabernero como experto, que no la taberna.

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En los siglos XVI y XVII, el vino que no se compraba directamente a los elaboradores –«herederos»se les llamaba- se vendía en los sitios destinados a su consumo. Tabernas y taberneros constituían la cadena comercial de este producto tenido por básico junto con el pan y el aceite.

No había población que se preciase que no contara con varias tabernas. Cerca decuatrocientas estaban abiertas en Madrid hacia el año 1600,y este número fue creciendo al compás del vecindario.

Las tabernas eran el punto de encuentro y desencuentro de la gente de entonces. Valga la anécdota de como dos de nuestros más inspirados escritores, asiduos a ellas, deponen sus viejas cuestiones ante unas tazas de vino. Y, un tercero, que sufre los ataques de ambos- tal vez Góngora-, publica en verso la noticia:

Hoy hacen amistad nueva,

Más por Baca que por Febo,

don Francisco de Quebebo

y Félix Lope de Beba

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Bernardo venenciando

 

Historias con vino: E.A.Poe y el amontillado

El barril de amontillado («The Cask of Amontillado»), es un cuento del escritor estadounidense Edgar Allan Poe publicado por primera vez en 1846, y que todo buen aficionado a los vinos de Montilla-Moriles debe conocer, como referencia literaria de inestimable valor.

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Poe nos sitúa con su relato en plenos carnavales de una indeterminada ciudad italiana del siglo XIX. Montresor, un noble de la época, busca a Fortunato con ánimo de vengarse de una pasada y evidentemente no olvidada humillación. Un venganza planificada al milímetro y cuyo éxito residía precisamente en la impunidad en la que debía quedar, esencia para el autor del arte de la venganza en sí misma. Ello da idea del estado anímico de Poe en esa etapa de su vida.

Volviendo al cuento, para llevar a cabo la venganza, «un barrril de amontillado»  que Montresor había adquirido constituye el cebo infalible para atraer a su presa, Fortunato, al cual busca y encuentra en la plenitud del carnaval, ya algo ebrio. En la festiva situación no le resulta difícil convencerlo para que lo acompañe a su palacio con el pretexto de darle a probar el nuevo vino comprado y aún no pagado que guardaba como tesoro en lo más profundo de su bodega, y del que quería saber su opinión ante la posibilidad de haber sido engañado.

Para saborear mejor su venganza, de camino a palacio, Montresor juega continuamente con el ego de Fortunato, que se tenía por un sabedor con talento en materia de vinos. Refuerza aún más su engaño haciendo referencias constantes tanto a la posibilidad de abandonar la especial «cata» a la que se dirigían como a llamar a otra persona, Luchesi, también entendida en vino, que podría hacer igualmente esta labor de asesoramiento.

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Es en este momento donde aparece una cuestión interesantísima que nos ilustra sobre la alta consideración que de nuestro vino existe en la época, y es la afirmación de Fortunato, en referencia a su mayor conocimiento de los vinos «añejos», diciendo que «… Luchesi no sabría distinguir un Jerez de  un amontillado». La referencia que hace de sí mismo Fortunato como entendido, no hace sino realzar la importancia de los  sutiles matices diferenciadores en el amontillado, que sólo los muy experimentados logran captar con plenitud.

Téngase en cuenta, que de camino al lugar donde se encuentra el barril de amontillado, una auténtica catacumba en el Palacio de Montresor, y con idea de incrementar aún más la embriaguez de Fortunato, van probando algunos de los grandes vinos franceses que nos indican la sapiencia del autor en la materia. Por el laberinto de pasillos subterráneos beben vinos de Mèdoc y Graves, «…sustraídas las botellas de entre las muchas apiladas por doquier…»

Lo conduce finalmente a las catacumbas del palacio y allí consuma su venganza, en el punto justo donde se supone el barril de vino, esposándolo con unos grilletes anclados al muro de piedra y emparedándolo a continuación, para los restos. De tan tremendo relato, resulta penoso que para conseguir llevarlo a tan fatal destino tuviera que utilizar un elemento tan atractivo y poderoso al que su víctima no se pudo negar, como si de la fatal manzana se tratara:  un barril de amontillado.

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